a regañadientes voy, convencida por mis padres, como una adolescente enrabietada, pero de veintiséis años. Enfadada, con el ipod puesto por la calle...´escuchando copla. qué subversiva. llegamos al paseo marítimo y nos sentamos a ver el castillo de fuegos artificiales. son bonitos, aunque al final todo parece un poco como los juguetitos de luces que venden los chinos y cansa.
terminan los fuegos y vamos o van buscando una churrería. por un momento tengo un poco de ansiedad. ojos verdes verdes, con brillo de faca. me agarro a mi hermana. más luces y más gente en la feria, los puestos de vino con las figuritas que se mueven, que de chica eran el colmo de la mecánica (mira, hace como que pisa las uvas!) y han envejecido fatal, los puestos de gofres, los de de patatas asadas y kebab, que cuando yo iba a la feria no había kebab. llegamos a la churrería y mi madre se queja del ruido de la caseta de al lado "por dios, no puedo con el chunda-chunda". Es, yo que sé, música electrónica, sin cantaditas ni horteradas de esas, bastante oscura. No me gusta, pero me muero de ganas de meterme dentro, ponerme hasta arriba de lo que sea y follarme a quien sea en el baño.
Se comen los churros y cogemos el autobús de vuelta. Y de pronto me acuerdo de que la última vez que vine a la feria fue con Cristobal, mi mejor amigo de la infancia. Teníamos diecinueve años y acabábamos de reencontrarnos. Intentó besarme y me hice la tonta. De pequeños hicimos una obra de teatro en la que terminábamos cantando: "la princesa y el pirata os invitan a bailar, a bailar el rock'n'roll de la princesa y el ratón". Me encantaba como olía, incluso cuando sudaba después de la clase de Gimnasia.